Ayer (16 julio) el santoral reserva la fecha para ensalzar a la Virgen del Carmen -jardín de Dios- advocación mariana destacada sobre todo en países de influencia católico-latina, de iconografía presente en innumerables templos y venerada patrona del mar.
Lo refiero aquí en su calidad de nombre propio femenino, popular y muy extendido, como punto del contraste que me inspira escribir sobre la evolución que está suponiendo, una más, el tratamiento de los actos del ser y del vivir.
Llamarse, o sea que le llamen a uno, con un determinado nombre es una condición identitaria necesaria. Elegir esa denominación personalísima suele ser circunstancia notoria. Sin duda, el nombre de una persona es causa, y puede ser efecto, de trascendentes motivaciones.
Había cierta costumbre ascentral en bautizar a los hijos con el nombre de los padres. Usados estos, se recurría a los de sus mayores y congéneres próximos. En su defecto, siempre quedaba el recurso al santoral y asignar el del Santo diario.
También es curioso cómo ha influido, según épocas, inscribir nombres propios de retoños como loa o partidismo. Basta repasar las nóminas de nacidos en años de decisivos momentos históricos.
En un tiempo más cercano, se ha recurrido a imponer nombres cortos, del santoral menos tradicional y algo extranjerizante. Incluso llegando a rebuscar más allá del rol anual para dar con mártires cristianos y santos de culto territorial.
Singularidades son, para mí, elegir para llamar a un descendiente el apelativo de un personaje famoso, actor, deportista, político, convertido en nombre propio. Como curioso puede considerarse hacerlo con el de una ciudad -que no como su gentilicio- o de un fenómeno atmosférico.
Motivo de trifulca registral supuso no hace tanto la diatriba orquestada cuando unos padres decidieron llamar a su vástago con el sustantivo “lobo” llegando a tener que resolverlo un juez ante el empeño negativo del inconmovible funcionario del Registro Civil.
En los actuales requisitos que establece la ley, sólo se contempla la prohibición de inscribir nombres propios que puedan suponer: perjuicio personal, confusión en su identificación o inducir error en el sexo.
Como puede observarse, condiciones laxas y poco sostenibles.
Corre una anécdota atribuida a un admirado gacetillero de nombre Francisco, ocurrida cuando paseando su perro una tarde, oyó pasos atrás a otro caminante llamándole “Paco” y al volverse hacia el desconocido comprobó que el llamado era un can.
Cuentan que ambos dueños y sus mascotas se hicieron después buenos amigos.
Luego he sabido que es bastante común se tienda a la gracieta de llamar a los perros con sonoros nombres propios o sus diminutivos; o sea, en contraposición a los “chiquis” coloquiales de muchos personajillos humanos.
Ahora mismo estoy leyendo Los Vencejos (de Fernando Aramburu) donde su autor incorpora al elenco a “Pepa”, una perrita que le gusta retozar en el parque con otro chucho al que llaman “Toni”.
En cambio, creo recordar haber visto una película donde al animal protagonista, también cánido, el actor principal le llamaba sencillamente “Perro”.
Y pienso en este momento en ese niño al que llamarán “Lobo”.
Estos novedosos nominativos vienen a demostrar que la evolución social admite modismos rompedores de lo propio -acostumbrado- y acogen con propensión empática lo que otrora suponía impropio -extraño- y se comprende así el voluntario relajo que viene imperando en nuestras relaciones sociales.
Porque quizás baste con usar los generalizados e indefinidos “tío y tía” para apostillar onomásticas; por cierto, a descaro de estos afectivos familiares.
Interesante análisis sociológico de los nombres a lo largo del tiempo.
ResponderEliminarComo en todo ; hay modas, estándares y gustos que se imitan.
Curioso también, constatar como celebrar la onomástica está cayendo en desuso, para centrarse únicament e en el día del nacimiento.
Montse Casas
Como siempre auténtico.Felicidades
ResponderEliminarFelicidades una semana más por tu árticulo
ResponderEliminarLaura es mi nombre, me encanta y celebro llamarme así cada 1 de junio. Aunque tenía que llamarme Mónica... ¿Qué lo impidió? El deje, el acento, de mis abuelos paternos (originarios de Calatorao, Zaragoza): "¡Ay maño, la niña se llamará Moníca?". Y yo feliz de tal coincidencia porque estoy encantada con mi nombre y lo celebro año sí, año también, en y con todos sus sentidos.
ResponderEliminarEs evidente que la imposición del nombre de los hijos ha sufrido un cambio espectacular, de acuerdo con las nuevas tendencias y modas, muchas de ellas procedentes de los últimos seriales televisivos. Creo que este fenómeno es consecuencia de la secularización de la cultura en nuestro mundo.
ResponderEliminarDe todas maneras, antes de imponer el nombre a nuestros hijos, deberíamos examinar si no le estamos señalando para la posteridad con un personaje, santo, laico, político, sabio o tirano, con el que no va a sentirse a gusto y nos va a recriminar en el futuro.