Iban en avión, viajando a otra capital de provincia, de escapada, como se dice ahora cuando huyes de tu ciudad para “cambiar de aires” un fin de semana y saborear otras vivencias. La conversación asomó pronto y cursi, como de costumbre, apenas el cruce y manido saludo ¿educado? de contacto, más preventivo que protocolario, para detectar sintonías de una posible entretenible charla. La fila de tres butacas, ocupadas y así todas las del resto del pasaje. Los ocupantes, más que jóvenes, pero no mayores; quizás una chica menos avanzada y de reciente estreno laboral en otra Comunidad. Los otros dos viajeros, hombre y mujer, ya maduros. La coincidencia, que ninguno de los tres, residentes en el lugar del embarque, era natural de allí sino originarios de tres puntos distintos y alejados entre sí y de distancias no equidistantes. Y la curiosidad, todos podían necesitar de esa ocasión no preparada para desahogar un sentimiento, coloquiar sobre la actualidad de un evento de inquietud social o
En mis veranos infantiles de golosas meriendas, mi abuela Jacinta solía preparar sobre una cumplida rebanada de pan amasado en casa, una densa capa de nata obtenida del relajo de la leche -pura- de vaca, que ella misma ordeñaba en la cuadra de su casa. El espolvoreo del azúcar -quizás de la remolacha cultivada cerca- abrillantaba el tenue amarillo de aquella bendición de alimento. De tanto en tanto, cada vez más a menudo, se me despiertan añoranzas, al modo de un resorte parachoques, frente a alguna información presente que me rasga el ánimo. Y con ello, me surge un tipo de título que me resulta fácil asociar a una reflexión de las que gusto en escribir. En esta ocasión será sobre “la puridad”. Por eso, ante tanto despropósito de los quehaceres humanos de nuestros días, que empañan la bondad de tantas otras cosas y acciones que enorgullecen a quienes están por las conductas ordenadas y las misiones realistas, prudentes y bien hechas, me parece oportuno referirme a est