Ir al contenido principal

¡Silencio; se duerme!


Los últimos fines de semana de este verano han llenado boletines de prensa y abierto telediarios dando a conocer las concentraciones, tumultos y precipitadas dispersiones del ancho mundo juvenil, harto elocuente por tanta constricción acumulada.


Pero tal circunstancia puede merecer razonada comprensión, vengo aquí a poner el contrapunto de su mal venida algarabía, consecuencia de la manifestación sonora de su festejo y peor resultado del destrozo e inmundicia de su botellón callejero.


Y me quedo escribiendo exclusivamente por el malhadado ruido. Sí, el ruido, ese sonido no agradable y pernicioso, malo e insalubre, que producido sin control alguno y despreciando elementales normas de conducta cívica y solidaridad ciudadana, ha supuesto encorajinar a media España perturbando su merecido descanso nocturno.


Ruidos hay muchos y los sones ruidosos suelen molestar siempre, a todas horas. Desde la música-coche que despabila al transeúnte urbano creyendo sentir saltar la banda por una ventanilla hasta la de ese tubo de escape libre que ensordece los tímpanos seis calles adelante.


Hay más ruidos criticables, claro. Aquellos gritos humanos que nacen de discusiones vecinales, broncas entre beodos de tasca y llamada escandalosa de conocidos en encuentros espontáneos. Conversaciones chillonas y otras charlas propias de culturas con costumbre de voz alzada.


Podemos comprender los ruidos obligados por necesarios como las sirenas policiales y sanitarias, el trabajo mecánico de las obras públicas, las alarmas de seguridad en comercios y viviendas, y las protestas con megáfono  incluido de concentraciones humanas autorizadas, o no.


Apreciamos favorablemente los ruidos festivos. Sean fuegos artificiales, paradas y desfiles dinamiteros, “petardeos” tradicionales bien protegidos. Son consentidos asimismo los ruidos menores que superan lo ordinario porque son muestra de alegrías y celebraciones populares; sin dejar de respetar a quiénes no se les debe molestar.


Hay ruidos propios del verano, admitidos socialmente como parte de actividades comerciales populares, que aprovechan la estación para mercadear sus productos y oficios. Ahí están, el afilador, el chatarrero, el frutero de temporada, con sus altavoces rodantes y que, para algunos, estorban su siesta. Sin olvidarnos del rum-rum propio de los Mercadillos.


Y todos estos ruidos -más los que Ud. conoce amigo lector y yo olvido aquí-están normalmente regulados y su manifestación recogida en Códigos legales, Ordenanzas Municipales, Reglamentos de Comunidades, Centros de Ocio y establecimientos con derecho a reunión. Si bien, lógicamente, tienen medidos sus tiempos y horarios y los decibelios máximos permitidos.


Pero debo referirme y escribir ahora sobre la razón de mi título. Los ruidos, todos, hasta los que endulzan los oídos con compases musicales y rimas literarias, su práctica y deleite, deben tener una contención obligada: la hora del sueño. 


Diré coloquialmente y no descubro nada, que el día se ha hecho para el trabajo y la fiesta; para la actividad humana en general en todos los órdenes. Pero la noche, fundamentalmente y dejando al margen las ocupaciones propias del horario nocturno, existe para el sueño recuperador y placentero.


Tan necesario es dormir -descansar nuestro cuerpo física y reciclarlo mentalmente- como alimentarnos y cuidar nuestro desarrollo integral, como seres humanos, individual y colectivamente. 


Y el ruido no debe alterar ese orden natural. El ruido que envilece la existencia de personas y de animales, pues estos también lo padecen, debe ser impelido, cuanto menos reducido a la mínima expresión admisible; por ende, vigilado y perseguido. Y, básicamente, instruido desde la infancia.

El silencio y el ruido son antagónicos -obviamente- si los enfrentamos para obtener el opuesto. Pero también el silencio es una forma de manifestar “ruido” y éste precipita el silencio, porque ambos vienen a decirnos que si hacemos ruido nos conocen y si guardamos silencio también. Luego, cada cual lo usa e interpreta a su modo y los demás habrán de atenerse a ello.


Entonces, mi propuesta es hacer ruido para que se haga el silencio y nos dejen dormir todo lo posible. Respetar el sueño con el silencio para aplaudir al ruido festivo, asumir el obligado, consentir el conveniente a otros y exigir silenciarlo cuando sea impertinente. ….y baje Ud. la voz que se le entiende todo.







Comentarios

  1. Bienvenido de nuevo con tus escritos,si cierto lo que escribes,felicidades por tus letras y feliz domingo

    ResponderEliminar
  2. ¡Se puede decir más alto pero no más claro! Se puede incluso escribir en mayúsculas, para gritarlo. Pero el hecho y el dicho son extremadamente claros: el (mal) ruido no deja dormir.
    Yo adoro el (buen) ruido: unas sonoras carcajadas, el piar de los pajaritos, el tintineo de unas copas, la melodía de una canción, el eco del bote de una pelota de baloncesto... Y también adoro el silencio: el que expresa el sentimiento más profundo, el respeto, el 'tómate tu tiempo y espacio', el que compartes con alguien sin necesidad de llenarlo con palabras sin contenido...
    En radio, el ruido es tan importante como el silencio... para bueno y para malo.
    Y ambos pueden hacer que no duermas.
    Debo estar haciéndome mayor porque ahora entrar en según qué locales o lugares o entornos, no me apetece 'por culpa del ruido' (que probablemente 20 años atrás no era tal... para mí). Pero lo que está claro es que, por delante de todo, existen 'momentos' que hay que respetar a nivel sonoro ¡y eso sí que hay que decirlo bien alto!

    ResponderEliminar
  3. El nivel de ruido que emite una persona, familia, grupo o país, tiene una correlación directa con el grado de cultura que posee, entendiéndose como cultura el civismo, la educación, la sociabilidad etc., tanto individual como colectiva.
    Lo que es indudable, es que la necesidad de un grupo de energúmenos en hacer prevalecer sus ansias de notoriedad, no someta al resto de sus vecinos a una vigilia no deseada, mermando hasta su salud por medio de su estridente presencia.
    Mucho podríamos extendernos en este aspecto, visto el grado de adhesión a los "botellones" que muestra parte de la población actual, jóvenes y no tan jóvenes, sobre lo que te invito a que viertas tus comentarios en un próximo escrito.
    Personalmente, soy un ferviente entusiasta de las reuniones con pocos participantes, en las que cada cual pueda mostrar sus ideas sin ser cubierto por un murmullo general que anule su intervención.
    Ante la situación actual, desmadrada continuamente en cada uno de los festejos que organiza el Ayuntamiento, en las fiestas mayores de los barrios, o hasta en las que se originan de manera espontánea, sólo cabe esperar que quien tiene poder para intervenir, intervenga. Aunque pierdan votos. Son más los vecinos que aplaudirán su acción.

    ResponderEliminar
  4. Espero que haya tenido unas felices vacaciones, veo que algo ruidosas.
    En cuanto a este tema, siento repetirme, es la educación la clave para su solución. Si este país no sido capaz de pactar y sistema educativo con valores claros, y el respeto a los demás es uno de ellos, pasa lo que está pasando, la jungla de todos mis derechos y ninguna obligación con los demás. Una pena.

    ResponderEliminar
  5. Tiendo a pensar que esta maldita pandemia nos ha enseñado la importancia del orden en general para vivir en sociedad. Y que cada situación tiene un momento y un lugar apropiados. Y que el ruido “gratuito“ daña nuestra convivencia. ¿Lo habremos conseguido?

    ResponderEliminar

Publicar un comentario

Gracias por dejar tu comentario

Entradas populares de este blog

¡Ayuda!

Nunca hasta ahora, o así quiero creer, se ha usado tanto esta significativa palabra. Bonita también, por lo que representa como mensaje y recurso humanitarios. Debilidad, en búsqueda de reparar una necesidad con una altruista solución.   Ayudar es cooperar y es socorrer. Prestar ayuda es dar amparo por algo o para alguien necesitado de ser asistido. La ayuda que yo priorizo es aquella que se presta para aliviar al que no le responden sus esperanzas. Y pedir ayuda pudiera ser gastar la última prueba de un pundonor; el recurso final a restituir una carencia vital sobrevenida, una salida a la desesperación. En tiempos que ahora corren veloces, todo que los días duran lo mismo de siempre, lo de pedir ayuda se ha pluralizado y banalizado hasta el extremo de ser considerado como un recurso imprescindible de mejor sobrevivencia. Pienso, para disfrazar la capacidad de hacerlo naturalmente. Sí, porque el común actor humano de esta moderna sociedad aspirante al disfrute de una vida intensa y...

Costumbres

Bonito vocablo, potente, emotivo, legítimo, recurrente y de remate. Y, como no, ambivalente, o sea, humanístico.   Algo que se califique así engrandece al tiempo, estimado en todos sus momentos. Una opción para resolver, para justificar y para comprender. Una referencia para culminar una voluntad alejada de argumentos subjetivos enfrentados. Un poder disuasorio. La Costumbre tiene -merece, si se me permite- nombre “propio”. Porque no hay una costumbre que no se corresponda con “algo” que le otorga primacía verbal sobre el común destino de su recurso. Tiene un valor permanente, no se agota ni se sustituye; puede obviarse y hasta no considerarse, pero queda ahí para el siguiente episodio. O no conviene ahora, pero mantiene su importancia.   Para el Derecho es “fuente” de interpretación y, en ocasiones, de aplicación, cuando la ley, el reglamento, la norma escrita, no tienen o pueden dar respuesta asimilable por la ausencia formalizada de las relaciones discutibles. Y faculta la ...

El resurgir del uniforme

Tenemos al uniforme como una vestimenta, un traje peculiar , dice nuestra Academia de la Lengua. Y se describe -a mi me gusta más- en Wikipedia, como un conjunto estandarizado de ropa .  Ambas fuentes, a su modo, coinciden en su uso y destino de individuos, digamos, colegiados , pertenecientes a una misma profesión o clase. El origen de los uniformes es ancestral, de tradición remota, de civilizaciones ya organizadas que precisaban hacerse distinguir en la batalla con los ejércitos enemigos. A los niños, la mayoría, de siempre, la vestimenta militar ha supuesto un atractivo especial. ¿Quién no ha tenido, o deseado tener, su pequeña colección de soldaditos de plomo? ¿Quién no ha jugado en la calle a desfilar? Las visitas al museo; las jornadas de puertas abiertas de cuarteles militares, policiales y de bomberos; la presencia en las paradas y desfiles, han sido a menudo eventos de señalada asistencia familiar, con la influencia de los vistosos e imponentes uniformes y su despliegue. ...