Hoy es martes y son casi las nueve, día y hora de clase de Literatura. Me siento, voy a escribir algo en casa, por fin me he decidido. Normalmente allí escucho, pongo mucha atención y aprendo. A veces, bastantes, tengo dudas, o me apetece saber algo más, incluso aportar una opinión y dudo; me cuesta y acabo por conformarme con la respuesta que provoca el compañero que sí se decide, o con la apostilla de la profesora, a menudo ilustrada y determinante.
Me gusta acudir cada semana y dedicarme esas dos horas que dura la clase a aprender a leer. Sí, me digo bien, estoy aprendiendo a leer, porque saber leer ya hace unas cuantas décadas que lo vengo haciendo y mucho, necesidad y vocación a partes aproximadas; es una práctica casi voraz a lo largo de mi existencia. Y repito experiencia, pues sigo aprendiendo a leer otro año en estas clases. Y ya lo disfruto al recrearme leyendo las obras recomendadas.
Nos juntamos un nutrido grupo de forofos del saber, arropados por una Extensión Universitaria que aporta a nuestra disposición de tiempo libre la ocasión de ampliar formación personal, entretenimiento cultural y hasta coincidir con otras personas que tienen las mismas inquietudes y apetecen poder compartirlas.
Me quedan cinco lineas y temo por mi propensión a perorar. Digo aprender y debiera usar mejor su sinónimo profundizar. Sí, porque lo que yo consigo es conocer, enterarme, de mucho más que el argumento, la narrativa, o la historia o su ficción de la obra literaria. Aprendo porque amplio el valor de la lectura con el conocimiento integral de sus otros variados ingredientes: autor, traductor, movimiento cultural, época, edición, entorno natural, filosofía y escuela, dogma, religión, clase social. O sea, un importante enriquecimiento.
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